La han sostenido en sus manos desde presidentes como Rafael Louzán hasta entrenadores como Luis de la Fuente. Ha pasado de Ferran Torres a Unai Simón, de Carvajal a Vivian, de Grimaldo a Zubimendi… e incluso Jesús Navas, en su última batalla con España, la acarició con la emoción de quien sabe que cada gesto, cada símbolo, cada nota, construye leyenda.
La trompeta ha estado en todas partes: en los Meet & Greet, en los entrenamientos, en los recibimientos de los estadios y, por supuesto, en los partidos más importantes de todas las competiciones. Desde su estreno en la Eurocopa de Portugal 2004, no ha dejado de viajar miles de kilómetros, siempre como equipaje de mano, escondida en una mochila pero lista para rugir en cualquier rincón del mundo.
No olvidaré jamás aquel día en que acompañé a Manolo el del Bombo en su último paseíllo en Valencia desde su bar hasta el estadio. Una pequeña banda de música nos escoltaba y, entre cornetas y tambores, sonó mi trompeta en la inolvidable interpretación de Amparito Roca, con Manolo empuñando la batuta como si el tiempo se detuviera. Ese momento me hizo comprender que los símbolos, cuando se viven de verdad, trascienden generaciones.
Porque animar a la Selección de tu país no es un acto cualquiera: es un deber, un orgullo, un vínculo que te une con millones de personas al unísono. Cada nota de mi trompeta no es sólo música: es un grito compartido, una bandera invisible que ondea desde las gradas. Es la voz de los que no pueden estar, la esperanza de los que creen, la chispa que enciende corazones.
Ser parte de esta historia, que la trompeta se haya convertido en seña de identidad de la afición española, es el mayor honor que puedo llevar conmigo. Porque cuando suena, no sueno yo: suena España, suenan todos los que sienten que La Roja somos todos.