El viaje comenzó con una sorpresa: en el aeropuerto de Konya no había consignas. Entre la incertidumbre, la hospitalidad turca apareció de la manera más inesperada. Nuestro compañero de asiento en el vuelo nos abrió las puertas de su casa, situada justo junto al estadio, y hasta nos invitó a un festival gastronómico que se celebraba en la explanada.
No dábamos crédito a tanta generosidad, aunque pronto descubrimos que no era un hecho aislado: en el punto de encuentro de los 60 valientes que viajamos desde España, muchos compatriotas de Marea Roja y la Furia Española nos contaban lo mismo, que lugareños les habían recibido e incluso invitado en locales cercanos.
La lluvia, poco común en Konya, se hizo presente en las horas previas al partido, lo que retrasó nuestra entrada hasta la llegada del autobús de la expedición española. El control de seguridad fue exhaustivo: nos requisaron monedas, mecheros, auriculares e incluso los powerbanks, aunque después los devolvieron.
Una vez dentro, el estadio imponía. Techado, cerrado, con una acústica que hacía retumbar cualquier murmullo. Y entonces, cuando las 42.000 gargantas empezaron a rugir, entendimos lo que significaba el infierno turco.
A los 60 españoles nos colocaron en un lugar inesperado: a pie de campo, muy cerca del banquillo de nuestros guerreros. Desde allí, cada gesto, cada palabra y cada mirada del seleccionador Luis de la Fuente y de los jugadores nos llegaba como si estuviéramos dentro del propio partido. La trompeta comenzó a sonar, pero por primera vez apenas podía escuchar lo que tocaba: tal era el estruendo turco.
Pero aquel rugido duró poco. En el minuto 6, Pedri silenció el estadio con un disparo certero: 0-1. El vendaval estaba en marcha. Mikel Merino, en estado de gracia, amplió la ventaja con dos tantos (22’ y 45+1’), dejando a Turquía al borde del abismo antes del descanso. En la reanudación, Ferran Torres (53’), de nuevo Merino (57’) y un inspirado Pedri (62’) completaron la goleada: 0-6.
En ese momento, la grada visitante estalló de alegría. Bajo los acordes de mi trompeta sonó “El Caballo Camina pa’lante”, sin Celio Cuenca pero con el mismo espíritu festivo. El contraste era brutal: el infierno turco enmudecido por el fútbol español, mientras nuestra voz retumbaba en lo más profundo de Konya.
La fiesta, sin embargo, se vio interrumpida en los últimos minutos. La policía turca se acercó para pedirme que dejara de tocar la trompeta; temían que la diferencia en el marcador encendiera a la grada. Lo entendí y guardé silencio, disfrutando del fútbol que España estaba regalando. Al final, incluso los aficionados locales que permanecieron en sus asientos se levantaron para aplaudir a nuestra selección. Ese gesto, en un campo como Konya, vale tanto como los seis goles.
Tras el pitido final, y como ocurrió en Sofía, tuvimos que esperar más de una hora hasta que el estadio se vaciara. En ese tiempo, Rafael Louzán, presidente de la RFEF, se acercó a saludarnos y agradecer en persona el viaje a un destino tan lejano. Una muestra más de que los 60 valientes éramos parte de la historia.
El regreso fue tranquilo. Caminamos hasta la casa de nuestro anfitrión turco, donde su familia, también presente en el estadio, nos recibió con bocadillos calientes para la noche. Una despedida humilde, cálida y sincera, que nos recordó que más allá del fútbol, lo que queda es la hospitalidad de la gente.
Konya fue más que una goleada. Fue la hazaña del infierno turco, un día en que 60 españoles alzamos la voz por toda una nación y vimos cómo la mejor selección del mundo hizo historia y sorprendió con su fútbol al resto del planeta.